El proceso para hoy ser ateo no fue instantáneo, ni sufrí una epifanía atea que me haya convencido de un segundo a otro de ello. Pasar de ser creyente a ateo requirió mucho tiempo, mucha lectura, mucho pensar y sopesar argumentos y razones.
Para entender el proceso, debo indicar algo de autobiografía. Aunque he esbozado el proceso antes, como todo en la vida, es más complicado.
Nací en una familia católica. A la chilena. Me bautizaron siendo un bebé de unos pocos meses, y crecí yendo (o más correctamente, siendo llevado) con cierta regularidad a misa, los domingos. Mi madre me enseño a rezar de pequeño (y hasta hoy se despide de mí con un “que dios te bendiga”), pero en general mis padres no eran fanáticos religiosos. Mi padre incluso calificaría mejor como un católico “observante”.
En ese ambiente familiar, entre los 10 a 12 años, como buen católico fui enviado a catequesis durante dos años, para finalmente realizar la primera comunión. Durante ese tiempo, se nos enseñó las bases del catecismo católico, pero siempre superficial. Siempre explicándonos qué debíamos creer, qué decía la ICAR (Iglesia Católica Apostólica Romana) al respecto, pero nunca explicando porqué tales cosas eran ciertas.
Yo veía como la gente piadosa, incluyendo a mis padres y familiares, se acercaban a comulgar con devoción, como se devolvían a su asiendo, poniéndose de rodillas, con los ojos cerrados, en algún tipo de contacto místico con la divinidad que yo, como niño aún sin poder comulgar, no podía entender ni vivenciar.
Y la verdad, ¿quién no querría estar en un contacto íntimo con la divinidad? Así que, en cierta forma, ansiaba el momento.
Y mi momento llegó: la “primera” comunión. Y… lo único que vivencié fue la experiencia de tener una hostia en la boca, ligeramente dulzona, más bien insípida, en la boca. Siguiendo el ritual, volvía a mi asiento, cerraba los ojos, rezaba y… esperaba. Esperaba que pasara algo. Y lo esperé. Una y otra vez.
Se supone que las hostias están consagradas y por lo tanto son, gracias al misterio de la “transubstanciación”, el “verdadero” cuerpo de Cristo, por lo que son lo más cercano que uno puede estar físicamente de Jesús. Pero, por más que rezaba y esperaba, nada ocurría. Nada mágico, místico o sobrenatural jamás aconteció. Sinceramente, me sentí defraudado. Estuve gastando mis domingos durante dos años por algo que parecía fabuloso, pero en la práctica no tenía ninguna gracia. Dios se mantuvo perfectamente ausente y silencioso, incluso cuando comulgaba con toda la devoción que podía yo poner.
Con el tiempo, seguí acompañando a misa a mis padres más que nada por costumbre, comulgando con un buen católico, pero mi mente divagaba, cosa trivial en la típica misa de párense-siéntense-párense-repitan-la-formula-síentense-sermón-eterno-párense que es, en la práctica, una misa católica. Y un día, en pleno sermón, me puse a pensar en… dibujos animados. No recuerdo el sermón, si hablaría del cielo o el infierno, de buenos y malos, pero en mi divagación comencé a recordar una escena clásica de… ¡Tom y Jerry!
Recordé que en los dibujos animados de Tom y Jerry, Tom se portaba mal, muy mal, con el pobre Jerry, y a causa de eso, Tom en más de una ocasión terminaba siendo condenado al infierno, el cual consistía en un caldero hirviente en donde caía y era torturado por el diablo en persona, en forma del perro “Spike”, rojo y malvado, quien con un tridente en la mano y una risa demoniaca, punzaba a Tom que desesperado se freía en el caldero. Porque, claro, ¡eso es el infierno del que siempre me hablaron! Un lugar donde la gente malvada va a ser castigada por toda la eternidad, por no ser… buenos católicos.
El diablo en persona ¡pobre Tom! |
Esta infantil visión del infierno (pues hoy sé que, teológicamente hablando, no es tan así para muchas sectas cristianas), fue una revelación. Una especie de epifanía lógica en pleno sermón de la misa.
Al recordar a Tom en el infierno, me di cuenta de algo: siempre se pintaba a los demonios como “habitantes” del infierno, y que ellos se dedican con malvado disfrute a torturar las almas de los humanos castigados después del juicio final. Pero ¿quién ejecuta tal castigo, torturando por la eternidad? ¿Quién más? ¡Pues los propios demonios!
Incluso Dante Aligieri, en su obra “La Divina Comedia”, coloca a los demonios (ángeles caídos) como “guardias” del Dite, el lugar del infierno que encierra a los pecadores más malvados, también son demonios los que azotan a los castigados del octavo círculo, en la primera bolsa (los seductores), y son demonios los que castigan a los habitantes de la quinta bolsa (estafadores), sumergiéndolos en resina ardiente y pinchándolos con garfios, etc. Claramente Tom había sido un verdadero estafador en ese capítulo:
Y he aquí la revelación que tuve en ese instante: si los demonios estaban castigando a los “malvados”, y se supone que es Dios quien condena y manda al castigo a los malvados… entonces… los demonios no son “malos”, pues simplemente ¡están actuando como testaferros, sirvientes, de las órdenes de Dios! Los demonios no serían más malos que un policía que captura, con violencia si es necesario, a un criminal, o a un gendarme que lo mantiene bajo castigo en una cárcel. Pero ni policías ni gendarmes son malvados, sólo hacen un buen trabajo para la sociedad. De esa misma forma, esos “demonios” haciendo el trabajo sucio de dios, serían ni más ni menos que “buenos” ángeles haciendo ni más ni menos que lo que Dios quiere…
Entonces, para mí nada tuvo sentido: si el Dios al que estábamos rezando en esa misa era bueno, un dios bueno no puede estar “contratando” a los malos, a los demonios, para hacer su trabajo sucio. Eso carece de sentido, pues en realidad transforma a Dios como el verdadero malvado de la historia. ¿Robaste durante tu corta vida en la tierra? ¿Fuiste lujurioso? Entonces Dios te va a castigar ¿eternamente? ¿A través de “sus” demonios? Eso no tiene sentido, pues deja a tal dios como un ser malvado, tanto o más malvados que los malvados a los que está castigando. En la práctica, eterna e infinitamente más malvado.
Entonces, para mí nada tuvo sentido: si el Dios al que estábamos rezando en esa misa era bueno, un dios bueno no puede estar “contratando” a los malos, a los demonios, para hacer su trabajo sucio. Eso carece de sentido, pues en realidad transforma a Dios como el verdadero malvado de la historia. ¿Robaste durante tu corta vida en la tierra? ¿Fuiste lujurioso? Entonces Dios te va a castigar ¿eternamente? ¿A través de “sus” demonios? Eso no tiene sentido, pues deja a tal dios como un ser malvado, tanto o más malvados que los malvados a los que está castigando. En la práctica, eterna e infinitamente más malvado.
Supuse que entonces eso no podía ser… y seguí pensando, y entonces, si Dios no usa a los demonios como sirvientes suyos, para hacer su trabajo sucio, alguien tendría que hacerlo, y esos entes tendrían que ser… “ángeles buenos”. O sea, hermosos, luminosos y brillantes ángeles, dedicando su tiempo por la eternidad a… torturar gente.
Tampoco eso tenía sentido.
Y en ese instante, siendo católico, en plena misa, tuve la plena convicción que la historia del infierno que siempre escuche era una idiotez carente de toda lógica, en especial bajo el discurso de un “dios que es todo amor”, y por lo tanto, dejé de creer en tal infierno, el infierno católico. E, internamente, algo se rompió en mí.
Ya nunca más me volvería a sentir realmente católico, ni a creer como antes en el "Dios católico".
Creo que volví a comulgar como católico después de eso, pero a corto plazo dejé de asistir a misa, comulgar, y al final el catolicismo perdió su interés para mí para siempre. Pero no me transformé en ateo ese día. Simplemente, seguía creyendo que sin duda había un dios, pero claramente no podía ser el dios que planteaba el catolicismo.
Así, siendo un adolescente, inicié mi camino hacia el ateísmo, un camino largo y de muchos años, en el cual seguí siendo creyente por mucho tiempo, inclusive exploré otras sectas cristianas con convicción. Pero que finalmente desembocaron en lo que soy hoy. Un ateo-agnóstico, escéptico y amante de la razón y la ciencia.
Al menos mi historia con la ICAR tuvo un final feliz: en julio de 2012 presenté mi carta de renuncia a la iglesia católica, equivalente a realizar la apostasía, y con ello renuncié al bautismo, y ya no soy más católico, y para la iglesia soy formalmente un apóstata que está bajo pena de excomunión. Lo cual es un gran alivio pues ahora no tengo ninguna relación con una organización que en base a una imagen de amor y fraternidad, actúa como una mafia criminal que abusa de los más débiles, los niños.
Pero mi camino no terminó ahí. En siguientes entregas contaré mis encuentros con el movimiento New Age, la Gnosis, y el cristianismo protestante.